El Arte de Pensar

No sólo nos gusta escribir lo que pensamos, si lo escrito no es leído, ¡para qué esforzarse buen amigo!, de poco vale en el papel plasmado, lo que pensamos, sin compartirlo.

lunes, 7 de julio de 2008

Tres momentos en mi vida



Zapata

Se llamaba Zapata, de segundo Maquedano, de nombre Antonio, que no Emiliano. Tenía Antonio once hijos, y un nieto, mujer manchega, de postín, perro ladrador, la casa no muy grande, patio con jardín, y pequeño comedor. Andaluces todos, de Granada, donde el moro lloró a su amada, en el árbol del amor, en los Olmos de la Alhambra.

Andaluces todos, la mujer era murciana, su nombre no recuerdo, lo tengo en la puntita, si la lengua no me muerdo, pudiera ser Alfonsa, Alfonsina, famoso era, recordando un tal Panza, de la lengua a la boquita , pensaba, de la mancha era su nombre, Aldonza se llamaba. Morena, ojos negros, piel tostada, en carnes entrada, las prendas ajustadas, gran señora la madre de los Zapata. Antonio no era muy alto, ojos verdes, como el olivo, pelo rizado, con entradas, cortito, su nariz y cara pequeñas, a los lados, bigotito. Era feliz con su mujer, su pequeña casa, perro, nieto, y sus once hijos. Prole variopinta. Unos de ojos verdes, otros negros, de pelos oscuros y claros, unos cortos, otros largos, unas veces lacios, otros rizados.

Era Antonio Zapata de formas y maneras, amanerado, no por inclinaciones, sino por la parte femenina, que todos llevamos, como dice la ciencia, una parte masculina, y otra, en apariencia, más o menos confusa, femenina. Que no gustaba de hombres, no quepa la duda. Aunque eran once, a todos llamaban por su nombre, y respondía cada cual, con arreglo a su día y santoral. Quién, se llamaba Antonio, quién José, quién Eduardo, quién Manuel y quién Pablo. Hijas también tenía, recuerdo a María del Carmen, a Lucía, a Teresa y Carolina, la más pequeña de la cuenta femenina.

De sus hijos, José era el más bueno. Antonio, siempre de mal genio, como un cencerro, parecía el demonio, salido de los infiernos. Eduardo ni frío ni calor. Las féminas, unas muy alegres, otras con demasiado pudor. Los de edad más corta dando guerra, los niños, niños son, desde buena mañana, encendidas las velas, hasta la puesta del sol.

No conocí al mayor, de su casa emancipado, vivia con pequeña pelirroja, de su primera separado. De éste era el hijo, para Antonio nieto llamado. Le cambió el número de hijos, que hasta entonces eran once contados, y en las cenas, a la mesa, se contaba la docena. Ahora entiendo porqué corría, por los campos de Granada, Antonio y su mujer, todos pequeños y mucha boca que comer. Robaban alcachofas, tomates, melones y sandías, también lechugas, zanahorias, berenjenas y judías, patatas y cebollas. Cuando el guarda los descubría, corre mari, corre, que nos pilla. Tocaba huir, corre mari, corre, ¡Qué viene la guardia civil!.

Por familia numerosa, le dieron un trabajo, fijo, para alimentar a tanta boca, sobre ruedas y arrastrado, son los gajes del oficio. Laborando de día, los hijos a su bola, la mujer con los niños a solas, Antonio en su asiento y su coche, navaja y pistola, trabajando trabajaba, en los peligros de la noche.

Esta es la historia de Antonio, que no Emiliano, de primero Zapata, de segundo Maquedano, al que yo recuerdo. Lo dejé en las rocas, libre y no muy cuerdo, con las ninfas del mar fantaseando, once hijos, perro, mujer y nieto. Esperando, en la cena, sentados a la mesa, se contaba la docena.

Pancho



Le llamaban Pancho, de segundo Expósito, de nombre Francisco, y primero García, que no Villa. Como tres soles, tenía tres hijos, uno se llama Juan, otro Paquito y otro Victor.

Hijas también tuvo una, la reina, la princesa de la noche, que con las estrellas pulula, la llamada Selene, a la que llamamos Luna.

De familia numerosa era Pancho. Sus hermanas, Mari Merce, Luisa, Amparo, Maruja y Lucía. Sus hermanos, José, llamado Pepe, y con el último, casi todos están, de nombre Antonio, apodado Tarzán.

De sus amigos, el más querido, de la infancia, el del alma, era el cojo. Cojo ahora, que no antes, bien parecido, en ocasiones elegante. Se llamaba Juan, más conocido por Manzanero. Vendía manzanas en los días de fiesta y domingos, por todo el pueblo. Manzanas dulces, garrapiñadas con palo y caramelo.

Con él viví dos meses escasos. Dejé el piso de alquiler, por su carácter, no por su deseo, le molestaba hasta el ruido al comer, comiendo fideos. Gustaba del vino, las mujeres y el dinero, la cueva y el brasero, al cómodo piso y al buen fuego. Juan, era un don Juan. También le gustaba el juego, Juan era un tahúr, Juan era un truhán.

Pancho era un buen hombre, parecería que con esto ya está todo dicho, pero me voy a extender, para que lo entienda, quien no lo pueda entender. Sin saberlo, casi lo sé, con algún matiz, Pancho tuvo una infancia libre, alegre y feliz. Novia durante tiempo, a la cual a su boda invitó, pues no fue con ella que con los años casó. Amigo de la alegría en la fiesta, con carácter, leal y desprendido. Amigo en las tristezas, amigo de sus amigos. Amante del mar y sus secretos, de la vida submarina, un día dos sacos de clotxinas, otros un enorme mero o una hermosa lubina. Su relación con el mar fue de amor y de odio, lo digo en serio, mantuvo dura lucha con el medio.

De amor a su tierra natal, no era foráneo, siempre cerca del mar, nació en el mediterráneo. De odio por no soportar, las ansias, el deseo de volar, la llamada de las sirenas, de perderse en el mar y sus arenas.

Corazón bohemio, corazón alegre y gitano, corazón libre, corazón humano, dispuesto siempre a la ayuda, dispuesto siempre a tender la mano. Enterró su perro en el mar, deseo en el futuro, donde quería descansar.

Un recuerdo al perro de Antonio Zapata, al de antes. Murió en circunstancias que no voy a explicar, para que el relato no pierda puntos, sólo un recuerdo nada más. También para el primer perro que quise, era muy niño, su nombre no lo sé. No me olvido de ti Luki, nos hiciste reír, nos alegraste el alma, con tus brincos y carreras. Después, te fuiste, libre, a vivir tu vida, a pasar no se sabe que penas. Ni de vosotros, Paco y Cristina. El primero, hijo de su madre, después compañero. Y por último, es mi deseo recordar, a todos los animales maltratados del mundo, en cualquier lugar, desde un extremo en la tierra, hasta en lo más profundo en el mar. Si un día de vosotros me olvido, os llevo en el corazón, no será de manera consciente, sino por perder la razón.

Y en las noches de luna, bajo las estrellas del cielo, sobre la mar, Pancho es una ola, inquieta al pasar, movida por el viento, unas veces hacia tierra, otras mar adentro. Allá donde estés, desde la eternidad, no nos mires altivo, te recordamos bien. En el deseo de hablarte, tu nombre al espacio lancé, por si escuchabas la voz del amigo que pudo ser y no lo fue.

Esta es, una parte de la historia de un hombre bueno, libre, leal y bondadoso, amante de los perros, con defectos y virtudes, por su apodo famoso, que todos tenemos seña, y también todos santo, Francisco García Expósito, Paco, al que todos llamaban y llamamos Pancho.


Con mucho cariño, en memoria
y al recuerdo de mi cuñado Pancho.


Consuelito




Consuelito es una monja, Adoratriz, sin hábito, que el hábito no hace al monje, tampoco a la emperatriz. Alguien dirá, que con él o sin él, no sólo hay que serlo, sino que también, en apariencia, en ocasión y caso, parecerlo. Pequeña y delgada, espiritual, mesurada, con pocas carnes, nada carnal. Su voz templada, bondadosa y amable, sin timbre mal sonante y agradable. Las más veces, en el jardín de las rosas, comprensiva y tolerante, otras puntillosa. Cuando asuntos serios se trataba, yo pensé o yo creí, no aceptaba, quien decía tal palabra, era apuntillada. En temas serios, profundos, respondía: Don pensé y don creí, eran dos señores tontos, pero que muy tontos. Lista e inteligente, se ocupaba de la hacienda. Las cuentas al corriente. En sus ratos libres, después del compromiso en la oración, se evadía, sentada en el salón, jugando con sus manos, tocando las teclas, de un viejo y antiguo piano. Tocaba despacio, con los cinco sentidos, que eran seis en su caso. ¡Qué nota más difícil! ¡Qué difícil paso!. Una, dos y tres, repetía, una, dos y tres, repetía una y otra vez.

Consuelo tenía una hermana, residía en Madrid, a quien se le daba mejor lo de las teclas, la ya citada afición. Profesora en el Conservatorio, como Rafaela, o Anita, así la llamaba mi abuela Ana María. Ésta fue su primera hija, adoptada. A los dos años de adopción, se la arrebataron, con llantos y lloros, con mucho dolor. Eran tiempos difíciles, de escaseces, de miedo y temor. Militar era el señor Serrán, del régimen, quien a la criada embarazó, y para acallar malas bocas, a las monjitas, a la niña entregó. Promesas hubo muchas, arrepentido el señor, de visitas, de compromisos y de ayudas, pero a todos engañó . Pasaron los años, el tiempo lo cura todo, no se le guarda rencor, que bien descanse en su gloria, que ya ha muerto el Dictador.

En un viaje a Madrid, a Torremocha, conocí a Soledad, en la casa central religiosa, el sitio no recuerdo bien, creo que en Arturo Soria. Soledad, es criatura primorosa, que no sabe que es hermosa....... la misma, la de la canción, que dedicó un muchacho joven, no sé porqué, aquél famoso en su momento, llamado Emilio José. Se ocupaba, entre otras, del calzado, su orden, almacenaje y caritativa donación. No me dejó marchar sin probarme una docena, y regalarme con un par. Los zapatos eran negros, con estilo, lengüeta redonda y hacia fuera, modernos. Los perdí en Punta de Alba, un fin de semana. Alguna residente los cogió, le dio la gana y se los puso, no creo le vinieran en medida y uso.

También llegué a conocer al buen Elkin Arango, colombiano, gran orador, sacerdote javeriano. El poder en su palabra seducía, nunca he visto nada igual, el Espíritu Santo hablando parecía. Hablaba con candor, del crecimiento espiritual, del hombre y su conflicto. Hablaba siempre del amor. Ahora está en Miami, en otras tierras enseñando, en la Universidad Javeriana, a otras almas ayudando.

A vosotras Adoratrices, a todas os recuerdo, a la superiora Loles, a Ramona de Granada, a Lumi y Paula, la de poca fe, a Sameiro la portuguesa, y a Consuelo de Daimiel. Y yo sigo amando, idealizando a la bella Lisenda, a la hermosa Beatriz, que por los cielos a Dante guiaba, en los distintos círculos y estratos paraba, como en una feria, en actitud trascendente y un tanto seria, relatados y explicados en la obra: "La Divina Comedia".

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